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Channel: independencia – Más Que Palabras
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¿La queremos?

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Sigo donde lo dejé en la última columna. Probablemente, me perdí entre las berzas y el cogollo se quedó sin tocar. Lo que yo quería poner sobre la mesa es la insoportable levedad —digo más: vaciedad— de un debate que se activa y desactiva cíclicamente sin terminar de llevarnos a ninguna parte. Por ese lado, no tienen nada que temer los adalides de la integridad de la nación española. Todo lo contrario. Están más cómodos que nadie invocando la sagrada Constitución (con sus tanques en el interior), advirtiendo que levantarán innecesarios diques de contención contra una amenaza que saben irreal o anunciando el apocalipsis que seguirá a una secesión que tienen la absoluta seguridad de que no se producirá.

Sí, consiguen que su zozobra parezca auténtica. Nos hacen creer que no pegan ojo, atribulados porque esta vez parece que sí, que va en serio, que su patria está en peligro de perder dos pedacitos. Puro teatro. Sencillamente, sueltan hilo a la cometa para que sigamos enredándonos en él, plenamente conscientes de que esa es nuestra gran especialidad. Ni siquiera tienen que aplicar el viejo y simple “Divide y vencerás” porque ese trabajo se lo dan —o sea, se lo damos— hecho.

Y ahí es donde caigo en la cuenta de que antes de preguntar para qué queremos la independencia, debí cuestionar algo más obvio: ¿De verdad la queremos? Me consta que la respuesta automática de muchos lectores será “¡Toma, claro”, “¡Nos ha jodido, lo que más en este mundo!” o “Sueño con ella todos los días”. Ya, eso mismo lo llevo escuchando desde hace 35 años, 34 de ellos abundantemente regados en sangre. No solo no hemos avanzado un paso hacia ella, sino que si miramos a nuestro alrededor, comprobaremos que, a la chita callando, alguna de las autonomías del café para todos ha mojado bizcochos que por aquí no hemos catado. ¿Seguro que la queremos? ¿No será que nos conformamos con querer quererla? Son cosas muy distintas.


Escocia, del no al quizá

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En apenas tres meses, los contrarios a la independencia de Escocia han perdido más de veinte puntos. De la goleada de época a un empate que, con razón, ha puesto a un tris de la ebullición la proverbial flema británica. El mismo Cameron debe de estar ciscándose por lo bajini en ese profundo sentido de la democracia que tanto le hemos alabado los que algún día quisiéramos votar sobre lo mismo en nuestro país.

Se me queda muy corta la explicación de los eruditos basada en la pésima campaña y el exceso de confianza de los unionistas. Me valdría si lo que se dilucidara el próximo jueves fuera el tamaño de las señales de tráfico o, por citar algo que nos suene familiar, la opción entre el puerta a puerta y la incineradora. Entiendo que en tales cuestiones la comunicación y/o la propaganda puedan inclinar la balanza. No me entra en la cabeza, sin embargo, que sean capaces de hacer variar (y además en esa proporción) lo que uno suponía que debería ser una convicción hondamente arraigada. Quiero decir que alguien no se hace independentista (casi) de la noche a la mañana. ¿O sí? A la vista de los sondeos, que ya no son uno ni dos, habrá que concluir que tal posibilidad existe.

Lo anoto como uno de los muchísimos aprendizajes que le debemos a la convocatoria de este referéndum. Dado que soy un cenizo impenitente, pese al arreón del sí —con el que simpatizo por motivos obvios—, tengo malas vibraciones respecto al resultado final. Ojalá esté equivocado, pero aun no estándolo, tras el berrinche correspondiente, celebraré haber podido ser testigo de este momento histórico. Algún día nos tocará a nosotros.

Escocia, ¿principio o fin?

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Ante la posibilidad, nada descabellada, de que hoy gane el sí en Escocia, algunos uniformistas —gracias por el término, Joxean Rekondo— han corrido a ponerse la venda sin aguardar a tener la herida. Ya no dicen que el proceso es un despropósito ni se esfuerzan en describir las penalidades sin fin que padecerían los ciudadanos del futuro estado independiente. También les empieza a parecer medianamente lógico que la UE acoja a la nueva nación en lugar de condenarla al ostracismo. Como guinda de la ciaboga argumental, Salmond ha dejado de ser un rompepatrias egoísta y desalmado para convertirse en un político cabal que ha sabido guiar a sus conciudadanos, fuera de grandes estridencias, hasta las puertas de tomar las riendas de su destino. Creo no equivocarme mucho si achaco este cambio diametral de opinión al énfasis —diría que excesivo— que el líder del SNP está poniendo en diferenciar el caso escocés de cualquier otro con el que pudiera ser comparado, y en particular, del catalán o, en quinta derivada, el vasco, que ni se contempla.

Ahí está el clavo ardiendo al que se aferra ahora el centralismo español que quiere pasar por más moderado. “Escocia es única”, proclamaba hace tres día el editorial de El País. La idea nuclear, apuntalada por reportajes in situ y entrevistas a personalidades cuidadosamente seleccionadas, era que lo que se ha dado en aquellos parajes se parece como un huevo a una castaña al resto de las aspiraciones de emancipación en Europa. En resumen, que este referéndum, salga lo que salga, supone el una y no más. Comprobado lo voluble de los argumentos, añado: eso ya lo veremos.

Temperatura social

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La soberanía vasca, ¿sola o con sifón? O sea, ¿por las malas o con pacto? Ya quisiera tener la respuesta, pero les confieso que no me alcanza la clarividencia para tanto. Por un lado, se me hace cuesta arriba la idea de acordar lo que sea con quien, aparte de haber demostrado ser mal cumplidor, no quiere ni oír hablar del peluquín. Por otro, mi posibilismo me dice que lo del portazo y el ahí te quedas está muy bien como bravata, pero tiene muy pocos visos de realización práctica.

Menudo dilema, ¿no? Siento decir que, en realidad, no lo es. Ojalá llegue a serlo, porque eso significará que hemos llegado al punto en el que hay que tomar tal decisión. Ahora mismo solo es un debate de fogueo, una pura discusión teórica con el riesgo añadido de dividir (más) a quienes afirman compartir una causa común. Tanto dará que hayan ganado quienes abogan por el divorcio civilizado o los que prefieren cortar por lo sano, si en el momento del envite resulta que no hay el suficiente número de personas para respaldar una u otra vía.

Estará bien que los que nos decimos soberanistas vayamos pensando cómo afrontar la salida de España, y mejor todavía, que tengamos diseñado un país por el que haya merecido la pena el viaje. Sin embargo, no podemos poner el carro delante de los bueyes, salvo que nos estemos haciendo trampas en el solitario y todo esto sea una cínica manera de no conseguir nunca lo que aseguramos que queremos. A día de hoy, lo que nos hace falta es la temperatura social necesaria para echar a andar. Mientras los esfuerzos no se centren ahí, solo estaremos comprando boletos para una nueva frustración.

Mas, ¿órdago o trágala?

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Igual que el legendario plan Ponds prometía belleza en siete días, el (nuevo) plan Mas ofrece la independencia de Catalunya en año y medio. Al primer bote, no suena mal, y menos, mirando la cosa desde esta parte del mapa, donde todavía no nos hemos puesto a la tarea y está por ver si lo haremos seriamente. Otra cosa es que lo que propone el President, que huele a trágala que es un primor, sea medianamente factible. ¿Que por qué no va a serlo? Pues, si me dejan que me ponga metafísico, porque no lo ha sido. Quienes conserven copia de la hoja de ruta original comprobarán que en ella se preveía que a estas alturas del calendario la soberanía plena estaría a falta del penúltimo hervor. Sin quitar importancia a lo muchisímo que ha ocurrido hasta ahora, únicamente haciéndose trampas al solitario o pésimamente aconsejados por la autocomplaciecia, se puede concluir que el proceso está donde se esperaba.

Se diría que todo el camino anterior, incluyendo la consulta tan emotiva como descafeinada, formaban parte del ensayo general y que esta, la que anunció Mas el martes, es la buena. Sin entrar en las dificultades para concretar la lista única ni en el riesgo de que el planteamiento acabe favoreciendo al unionismo español —en política dos y dos pueden ser tres—, cabe preguntarse qué garantía hay de que el referéndum que convoque el gobierno de emergencia no vaya a correr la misma suerte que el 9-N. Probablemente, el cálculo se base en la creencia de que para el momento de su celebración habrá cambiado la mayoría en Madrid. Francamente, aunque tal vuelco se produzca, yo no las tendría todas conmigo.

Vía vasca

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No sé si causa más perplejidad o melancolía la presentación, a tres cuartos de hora de unas elecciones, de la propuesta de EH Bildu para construir una (¿O es la?) Vía vasca hacia la independencia. Cabe plantear la misma duda respecto a la respuesta, si es que lo fue, del PNV, poniendo como requisito antes de alcanzar un gran pacto algo que su presidente, Andoni Ortuzar, nombró como “el fin reconocible de ETA”.

Empezando por esto último, es difícil que esa condición, aunque obedezca a la lógica y sea absolutamente deseable, no suene a pretexto. De hecho, al que fue más utilizado durante los años del plomo, seguramente entonces con mucho sentido. ¿Lo sigue teniendo hoy? Juraría que habíamos convenido, siquiera tácitamente, que si bien el escenario actual es manifiestamente mejorable, ya se dan las circunstancias mínimas para poder abordar la asignatura eternamente pendiente. Otra cosa es que se quiera, se pueda, o se sepa cómo hacerlo.

Hasta que no se aclare ese asunto de una vez por todas, estaremos dando vueltas a la noria y comprando boletos para la decepción o, en el mejor de los casos, la resignación. Poco me parece que ayude a romper esta perversa espiral una propuesta que lleva unas intenciones y, sobre todo, unas siglas bien visibles en el frontispicio. Es indudable que puede ser útil de puertas adentro, para marcar perfil ante los propios militantes y simpatizantes. O como emplazamiento que ponga en un aprieto mediano a la formación con la que se libra un cada vez más encarnizado combate por la hegemonía. Más allá de eso, se diría que el objetivo anunciado se aleja en lugar de acercarse.

¿Pachorra social?

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No es la primera vez y supongo que tampoco la última que traigo a estas líneas la disposición (o no) de la sociedad vasca para embarcarse en un proceso que concluya con la profundización de su autogobierno. Fíjense que lo nombro con semejante ambigüedad para abarcar todo el espectro que va desde la simple chapa y pintura al Estatuto de Gernika (¿qué pasa con el Amejoramiento?) hasta la consecución de la soberanía plena y, en el centímetro siguiente, la declaración de independencia. Y no hago el planteamiento en el vacío ni en hipótesis. Es decir, que no me refiero a lo que anide allá en el fondo de los corazones, sino a la presteza para ponerse manos a la obra aquí y ahora, con todo lo que implicaría. Pisar mucho —muchísimo— la calle, por ejemplo.

Doy por hecho que hay un número nada desdeñable de personas que están por la labor y se aplicarían a la tarea sin perder un segundo. Dudo mucho, sin embargo, que se acerquen a la cantidad mínima para articular un movimiento, no ya con garantías de éxito, sino con el músculo suficiente como para no embarrancar en el primer risco. Insisto en que esto no es cuestión de unas pegatinas pintureras ni de ponerse las zapatillas tres o cuatro días al año.

Añado inmediatamente que el hecho de que ahora mismo ni siquiera se atisbe lo que describo no implica que mañana o pasado no sea una realidad. Catalunya y Escocia —o el mismo fenómeno Podemos en España— nos han enseñado que en un puñado de meses se puede pasar de una aparente pachorra social a ser un gran quebradero de cabeza para los amos del calabozo. ¿Acabará ocurriendo algo similar aquí? No hago apuestas.

Monedero habla claro

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Sin el menor atisbo de ironía, me quito el cráneo ante la claridad del número tres de Podemos, Juan Carlos Monedero,  respecto a la independencia de Catalunya. Allá donde algunos de sus conmilitones silban a la vía y componen figurillas dialécticas que valen igual para arre que para so, el de las antiparras redondas ha calificado la secesión primero como “sueño irreal” y luego, por si quedaba alguna duda, como “disparate”. Y en otro aparte, en el mejor estilo de María Dolores de Cospedal, Esperanza Aguirre o cualquiera de los mil y un jacobinos del PSOE, ha colocado la almibarada monserga de los “cinco siglos de aventura en común”. A veces las bromas se convierten en realidad: apenas el día anterior, la reencarnación tuitera de Sabino Arana le atribuía a Monedero la creación de la República Plurinacional Indivisible de España.

Insisto, en todo caso, en que se trata de una honestidad muy de agradecer. Máxime, si tenemos en cuenta que tales perlas no se soltaron en un mitin en Alcobendas, sino frente a las cámaras de TV3, previsiblemente ante unos cuantos miles de los cándidos soberanistas que han amamantado a sus pechos a los principales líderes de la formación emergente y organizaciones aledañas (léase Guanyem o como se llame ahora). ¿Habrán tomado nota o todavía seguirán fantaseando con la llegada de Pablo Iglesias a Moncloa como pasaporte al referéndum e inmediatamente después a la ruptura amistosa? Vale idéntica pregunta para quienes, en esta Euskal Herria de nuestros pecados, no dejan de poner ojitos sandungueros a los de los círculos por si se apuntan a la vía vasca o lo que se vaya terciando.


Podemos es no

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Entre los mil y un momentos de pasmo provocados por esa cópula incompleta que (personalmente me) resultó el 27-S, destaca la celebración en las tertulias cavernarias de los resultados de la sopa de siglas —Monedero dixit— en la que se presentó Podemos. Si bien el motivo subsidiario de la felicidad ultramontana era la bofetada electoral de quien andaba galleando que iba a apalear, el principal residía en que, hostiándose y todo, los 366.000 votos de la cosa llamada Catalunya Sí Que Es Pot desequilibraban la balanza en favor del No a la independencia. De miccionar y no echar gota, que Inda, Marhuenda, Tertsch y demás artilleros diestros jaleasen a su bestia negra, pero vuelvo a anotar, como ayer, su divisa, que no es ninguna coña: antes roja que rota.

Concedo que hay que tener un rostro de alabastro para arrogarse los votos que en campaña arrumbaban de secesionistas sin remisión. Sin embargo, tampoco parece muy de recibo que los que desde la acera de enfrente situaban en el unionismo desorejado a CSQEP vengan ahora a vender la moto de que esos sufragios son canjeables por síes en el global de la eliminatoria.

En el mejor de los casos, serían ni síes ni noes, postura tradicional y muy respetable de Iniciativa Per Catalunya, el otro gran socio de la alianza electoral dizque de izquierdas. Ocurrió, no obstante, que durante la campaña ICV fue fagocitada vilmente y sin amago de protesta por Podemos, cuyos líderes no dudaron en echar mano de un discurso esencialista español y hasta etnicista que convertía en tibias las soflamas de Albiol o Arrimadas. Quienes echaron esa papeleta sabían lo que hacían.

Catalunya, hora de los hechos

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Qué entrañable, Mariano Rajoy en plan no saben ustedes con quién se están jugando los cuartos. Lástima que casi al final de su intervención de estadista del carajo de la vela soltara un pedazo “hemos trabajao” que en su patetismo movía más al descojono que al acojono. Toda la solemnidad, la gravedad, la pompa y el boato del momento, a tomar el fresco junto a la (nula) credibilidad. Es lo que tiene jugar a Winston Churchill cuando no se pasa de Juan Cuesta. Y luego, claro, que la función apenas olía a rollete electoralista de tres al cuarto cutremente pergeñado por el jefe de campaña gaviotil, el tal Moragas, un tipo que no ha empatado un puñetero partido en su vida y ahora se ve de hechicero de las urnas.

Punto, en todo caso, para Junts Pel Sí y la CUP, que con una simple declaración que no recoge sino lo prometido a sus votantes, han conseguido que el Tancredo monclovita semeje una hidra cabreada que amenaza, aunque no los mencione, con los tanques. Iba siendo hora de que la cuestión catalana —permítanme el nombre idiota, pero es que estoy espeso para buscar sinónimos— saliera del centrocuentismo amodorrado y se disputara con palabras, y si procede, hechos mayores.

Desde mi (confieso) cómoda posición de espectador, no acababa de entender que un asunto tan transcendental como la independencia se estuviera dilucidando con amagos y, como mucho, bravatas pirotécnicas. Si de verdad las dos partes van en serio, una en su voluntad de marcharse y la otra en la de impedirlo, ambas han de estar dispuestas a demostrarlo con actitudes mondas y lirondas. Y, por descontado, a afrontar todas las consecuencias.

Hastío catalán

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Tengan la bondad de despertarme cuando ocurra algo en Catalunya. Algo digno de mención, quiero decir. Y ahí no entran los amagos infinitos que siempre terminan en no dar. Ni las bravatas de pitiminí, ni las amenazas de repertorio, ni el enésimo ultimátum por boca de ganso que impepinablemente desemboca en la promulgación de uno nuevo que tampoco se cumplirá.

Quizá me digan que no es poca cosa unas elecciones plebiscitarias y una declaración que recoge la intención de desconectarse —término literal— de España. No lo negaré, pero sí matizaré que el resultado de la cita con las urnas fue, cuando menos, interpretable y, por mucho que se quiera vestir el muñeco, bien lejano a los pronósticos de la lechera. Respecto a la proclama rupturista, aparte de señalar que el papel lo aguanta todo, que el mismo Parlament que la aprobó la dulcificó, y que al unionismo español le está viniendo de cine, les diré que de poco vale alcanzar tal histórico acuerdo, si después no hay manera de llevarlo a la práctica porque las fuerzas que lo han apoyado se enredan en una cuestión que no va más allá del personalismo de aluvión.

Lo pistonudo, además, es que tanta razón o tanta falta de ella tienen los unos como los otros. Es igual de comprensible querer a Mas fuera del proceso a toda costa, que defender con uñas y dientes su derecho a liderarlo. Sin embargo, lo verdaderamente insensato es que una de las dos partes no haya sido capaz de ceder hasta la fecha, amén de que el asunto se ventile impúdicamente a la vista pública para enorme regocijo de quienes, aunque suban el tono de voz, intuyen que no hay de qué preocuparse.

Nos quedamos, ¿no?

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Que si galgos, que si podencos. Unilateralidad, bilateralidad. Cara o cruz. Piedra, papel, tijera. Pues tú más. ¡Ja, mira quién habla! ¿A que…? ¿A que qué? Y como tanto les gusta citar a los columneros cavernarios —vayan acostumbrándose, por si acaso—, en la grande polvareda, perdimos a don Beltrán. El sentimiento independentista en mínimos históricos. Según el último Sociómetro, y tras un escalofriante bajón de 11 puntos en dos años, no llega ni al 20 por ciento de los censados en los tres territorios de la demarcación autonómica. Calculen a ojímetro los del trozo foral y, si les alcanza el ánimo, los de Iparralde, y tendrán una composición de lugar de lo verde que está el asunto. Si esos que llamamos unionistas no fueran tan obtusos, convocarían mañana mismo la consulta para ganarla por goleada. Aún habremos de dar gracias a su cerrilidad, que es lo único que mantiene viva la llama en los más recalcitrantes.

¿La culpa? Elijan entre Gabinte Caligari o Def Con Dos. El chachachá o Yoko Ono. Siempre está el de enfrente para cargarle el muerto. Pues nada, sigamos en Bizancio, erre que erre, con broncos debates apoyados, según toque el día, en la historia, el derecho internacional comparado o lo que le salga a cada sigla de la sobaquera. Si va de esgrima dialéctica o de quedar bien ante la parroquia, perfecto. Por lo demás, tanto dará que la fórmula para cortar amarras sea por las bravas o hablándolo civilizadamente con el dueño de la llave, cuando a la hora de la verdad, los números simplemente no alcanzan ni para echar a andar. Mucho menos, claro, si los que están dispuestos se dan la espalda.

Catalunya, a trompicones

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Catalunya vuelve a la feria de las vanidades y vaciedades que llamamos actualidad. Y está muy bien celebrar que no se han cumplido ciertos negros presagios, pero cualquiera con media gota de realismo sabe que lo del domingo, con ser meritorio, no es para sacar el cava. ¿O es que acaso esto va de salvar los muebles, patadón a seguir y vamos a ver qué pasa? Hasta donde uno recuerda, la primera hoja de ruta ya habría tocado pelo soberanista hace un rato largo. El 9 de noviembre, oigan, fue hace dos años. A mi, que no soy nadie, y al pueblo catalán, que sí lo es, los políticos que tiraban del carro nos aseguraron que, sin la menor duda, la suerte estaba echada.

Me dirán que sigue estándolo, pero en el ínterin, da toda la impresión de que no ocurre absolutamente nada. O peor, que lo que ocurre se parece muy poco a lo previsto y pregonado a grandes voces. Se antoja extraño que alguien hubiera vaticinado el desmoronamiento del partido institucional, la humillación de su líder, un vergonzante cambio de nombre y piel y, de propina, que los enchaquetados y encorbatados sobrevivan al albur de los caprichos de los de las camisetas y las chancletas.

Quizá el asunto tuviera un pase si al otro lado se percibiera algún temblor de rodillas. Lo único que llega del búnker es la sonrisa picaruela de quien ya tiene claro que ha pasado lo peor. En el caso cada vez más probable de unas terceras elecciones, a Rajoy no le viene mal que se le revuelvan un tantín las aguas catalanas. Otro pasito hacia la mayoría necesaria para dejar de estar en funciones. Ahí se las vayan dando todas, pensará, con buen criterio, Mariano.

Casi imposible

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Sabía lo que se hacía el portadista de El País cuando al entrecomillar las palabras de Iñigo Urkullu se dejó por el camino un casi. Sin el adverbio quedaba una frase de los más resultona, interpretable hasta el corvejón a gusto (y no digamos a disgusto) del lector: “En un mundo globalizado la independencia es imposible”. Allende Pancorbo, que le gustaba decir a Xabier Arzalluz, sonaba a sentencia balsámica, rozando lo claudicante o siquiera lo razonable, lo mínimamente admisible por el (re)centralismo que nos asola. Ahí va un vasco que, sin dejar de estar equivocado como todo nacionalista periférico, por lo menos no se emperra en quimeras, parecía ser el mensaje entre líneas, con recado implícito a Catalunya: ¡Qué diferencia, señor Puigdemont! No hay abrazo más dañino que el del oso.

Tampoco quedaba muy bien el lehendakari ante la parroquia del ande o no ande. Confirmando una vez más las teorías pavlovianas, los dedos acusadores se multiplicaron. Una nueva renuncia a los principios esenciales, una burla, una afrenta y, como resumen y corolario, una advertencia del portavoz de Sortu Arkaitz Rodríguez. Se dirigía —¡bravo por la empatía y la capacidad de tejer complicidades!— a un tal Partido del Negocio Vasco, y se enunciaba tal que así: “No permitiremos que 40 años después se vuelva a cometer un nuevo fraude contra este pueblo”. Nótese que habla en nombre de “este pueblo” el representante de una de las cuatro fuerzas de una coalición que en los últimos comicios tuvo el 21,26% de los votos, 16 puntos menos que la formación a la que se lanzaba la invectiva. Así sí que va a resultar del todo imposible.

Sin más, decidamos

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Aires de fiesta mayor en los garitos donde paran los acólitos de la una y grande. Celebran, cual si fueran goles de ciertos presuntos defraudadores, los resultados de la última entrega del Euskobarómetro. El rechazo a la independencia ha vuelto a caer entre los ciudadanos de la demarcación autonómica de Vasconia. El tanteador señala que los contrarios netos a la soberanía son un 39% frente a un 30 de partidarios sin matices. Añádase el 18% que no saben o no contestan y el 12 que se abstendría, y tienen el retrato completo del motivo de tanta jarana rojiamarilla.

Como ya imaginan, al glosar los datos como prueba irrefutable de la españolidad de las pecaminosas tierras del norte, ocultan dos de los más significativos. El primero, que según el mismo estudio —o lo que sea— , hay una mayoría (47%) que tiene claro que Euskadi es una nación, idea a la que se opone un 35%. El segundo y, en mi opinión definitivo, es el contundente respaldo al derecho a decidir en su forma más pura y directa: el 59% de los habitantes de Araba, Bizkaia y Gipuzkoa se muestra favorable a convocar un referéndum —vinculante, ojo— sobre la independencia.

Al margen de la credibilidad que se conceda a la peculiar herramienta demoscópica, que en mi caso les confieso que es más bien justita, parece que en ese detalle está el quid de la cuestión. Es decir, en su puesta en práctica. Simplemente, decidamos. Sin estridencias, sin dramatismos, sin plantearlo como el fin del mundo. ¿No está tan claro que saldría que no? Pues razón de más para aplicarnos en el sano ejercicio de la democracia. Eso sí, y esto va por todos, luego toca aceptar lo que salga.


Lo dice el niuyorktaims

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Y en esas llegó el New York Times y se cascó un editorial sobre la cuestión catalana. 352 palabras, según tuvo el humor de contar cierto opinador partidario de la independencia que lo celebraba tal que si pasado mañana Puigdemont fuera a firmar el ingreso en la ONU o, como poco, en la FIFA. ¿Tan a favor era? Pues eso, oigan, queda al gusto del lector y a su facultad para hacerse trampas al solitario. Hasta donde a servidor le dan las entendederas, el autor, no sin practicar el clásico eslálom ni dejar de dar la impresión de un conocimiento básico del asunto, sí acababa propugnando que se permitiera el referéndum. Eso sí, para que luego el pueblo soberano votara en masa que prefiere seguir en España. Para entendernos, la postura de Iglesias Turrión, llena de lógica y totalmente legítima.

Vamos, que el amanuense del diario estadounidense no descubría la luna. Ocurre, sin embargo, que ese puntito paleto del que jamás nos desprenderemos convirtió su prédica en motivo para el festejo o a la diatriba, según a qué bandería se perteneciese. Para el soberanismo es un espaldarazo del copón de la baraja y una humillación a Rajoy como la copa de tres pinos. Para los de la una y grande, sin embargo, era una membrillez de un garrulo que no tenía ni puta idea. Lo divertido a la par que revelador del tremendo embuste en que nos movemos es que ustedes y yo sabemos que si el gachó hubiera escrito que ni consulta ni hostias, las reacciones habrían sido idénticas a la inversa. Es decir, el españolismo glosaría el tino y la sabiduría del referente periodístico internacional y el catalanismo se ciscaría en sus muelas.

Rajoy prende la mecha

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El día de ayer y algunos de los que vendrán serán de esos que, dentro de unos años, contaremos a todo el mundo que nos tocó vivir. No parece esta vez que sea exagerado pensar que el pirómano Erdojoy (¿o era Rajoygán?) ha prendido la mecha de un episodio que quedará en la Historia. También es verdad que es temprano para asegurar el desenlace, pero por de pronto, la mezcla de torpeza y maldad —ya ven que no solo no son defectos incompatibles, sino que combinados tienen efectos demoledores— ha regalado a los independentistas catalanes la épica imprescindible en cualquier proceso revolucionario. Si hasta ahora habíamos visto momentos de gran intensidad emotiva o de enorme plasticidad y simbolismo, las poderosas imágenes de las últimas horas y me temo que las de las próximas suponen la consagración definitiva de un movimiento de resistencia.

Para bien (ojalá) o para mal, ya no hay marcha atrás. Se ha cruzado el Rubicón y se han marchado por el desagüe los debates de la antevíspera. ¿Garantías? Ahora sí que son lo de menos. Si antes de la razzia judicioso-policial sabíamos que no cabía esperarlas, ahora, por razones puramente logísticas, tenemos muy claro que bastante milagro será que el día 1 de octubre haya siquiera urnas. Sin embargo, nadie duda de que habrá centenares de miles de catalanes —y de ellos, un altísimo número de no soberanistas— que se echarán a la calle para manifestar su voluntad de votar. Estaremos entonces en la batalla de la legitimidad, y, especialmente si se mantiene el civismo ejemplar que nos ha maravillado hasta este instante, será prácticamente imposible argumentar en contra.

Cita con la Historia

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A la hora en la que lean estas líneas, habré aterrizado en Barcelona. Es lo más parecido a una certeza que albergo ahora mismo. Bueno, no es la única. También estoy convencido de que pase lo que pase, salga como salga, estaré viviendo un acontecimiento destinado a ocupar su lugar en la Historia. ¿Lisboa el 25 de abril de 1974 o Berlín entre el 9 y el 10 de noviembre de 1989? Quizá no tanto, porque algo me dice que aún quedan más episodios, pero parece difícil negar que ya se ha cruzado la línea de no retorno. Incluso aunque la fuerza bruta se imponga y el titular de urgencia sea que no se ha podido votar, todo el mundo, incluyendo a los que manejan los hilos judicioso-policiales, tiene bastante claro que esto ya no se arregla con el viejo esquema del cambalache, el apretón de manos y las palmaditas en la espalda. Se ha marcado un antes y un después.

Ante tal evidencia, lo inteligente —y lo justo— sería no tratar de detener con violencia lo que ha demostrado ser una determinación firme y ya inalterable de lo que, se mida como se mida, constituye una amplísima mayoría social en Catalunya. Y no hablo de quienes aspiran a la independencia, sino de las ciudadanas y los ciudadanos que exigen algo tan primario y tan simple como ser escuchados.

La tremenda, casi perversa, paradoja es que si hace un tiempo se hubiera pactado un referéndum, es altamente probable que se habrían impuesto los partidarios se seguir formando parte de España. Siempre quedará la duda de si ha sido la torpeza o el cálculo frío e intencionado lo que nos ha traído hasta estos minutos cruciales de los que me dispongo a ser notario.

Con Rajoy o sin Rajoy

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Efectivamente, Rajoy puede ser todas las cosas que parece que es y algunas más, pero hay una que se le atribuye gratuitamente. No es el único que impide encontrar una salida a la cuestión catalana. Ni de lejos. Es más, ojalá lo fuera, porque la solución sería extremadamente simple. Pasando por alto la evidencia histórica de que este asunto viene incluso de antes del nacimiento de los bisabuelos del actual inquilino de Moncloa, carece de todo rigor darle la exclusiva del encabritamiento creciente de la ciudadanía en Catalunya. Puede ser verdad que sus actuaciones —o, según los casos, su falta de ellas— sean la materia prima para fabricar independentistas en serie y a tutiplén. Sin embargo, eso no ocurre porque Rajoy sea Rajoy, sino porque es el presidente del gobierno español. Cualquier otro ser humano de su partido o, incluso de uno de los históricamente mayoritarios haría prácticamente lo mismo. No es una conjetura. De nuevo, es un hecho documentado.

Conclusión: dejémonos de timos de la estampita y autoengaños. Basta ya de concederle aura de estadista al fulano, basta de usarlo como comodín y excusa. No puede colar lo de “Primero quitemos a Rajoy, y luego se verá”. Llevamos las suficientes caídas del guindo como para haber aprendido que hay que pedir la pasta por delante. En este caso, la lista de propuestas concretas para satisfacer lo que parece la demanda mayoritaria de la sociedad catalana. Recalco que han de ser precisas. Ya pasó el tiempo de los peines evanescentes del tipo “Nos sentamos y hablamos”. Se debe señalar qué, cuándo y cómo.

Ya… Obviamente, es más fácil echarle la culpa a Rajoy.

DUI o no DUI

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DUI o no DUI, he ahí el dilema que, salvo no descartable intervención de las fuerzas del orden españolas, quedará resuelto hoy mismo en el Parlament. No hay lugar para las medias tintas. Solo hay dos respuestas posibles: o se declara unilateralmente la independencia de Catalunya o no se hace. Dirán que me he quedado calvo detrás de las orejas, pero con la de perdices que llevamos mareadas y las hojas de ruta convertidas en papel mojado, resulta procedente aclarar hasta lo más obvio. Y en este caso, lo más obvio es que ya no vale (o no debería valer) amagar y no dar. O bueno, sí que vale, pero sacando las conclusiones oportunas y asumiendo el significado del enésimo aplazamiento de lo prometido, que no es otra cosa que la desconexión de España. Por las buenas o por las malas.

No, no digo que yo sea partidario de tirar ya mismo por la calle de en medio. Creo, como el mismo Artur Mas en la largada al Financial Times con posterior reculada, que hay requisitos de la independencia real que todavía no se han conseguido. Pero, puesto que una y otra vez se ha asegurado que todo estaría listo para ponerlo en marcha en cuanto se terminase el recuento, se entenderá muy mal que no se cumpla la palabra dada.

Por supuesto que queda agarrarse a la voluta de humo del pie de la letra de la Ley de Transitoriedad, que no pone un plazo claro y bla, bla, bla, requeteblá. Allá quien, después de haberse partido literalmente la cara para votar el 1 de octubre, vuelva a aceptar la especie de que sigue sin tocar. Estará, eso sí, en su legítimo derecho de hacerlo. Como los demás de dudar que esto vaya a llegar a buen puerto.

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