Sigo donde lo dejé en la última columna. Probablemente, me perdí entre las berzas y el cogollo se quedó sin tocar. Lo que yo quería poner sobre la mesa es la insoportable levedad —digo más: vaciedad— de un debate que se activa y desactiva cíclicamente sin terminar de llevarnos a ninguna parte. Por ese lado, no tienen nada que temer los adalides de la integridad de la nación española. Todo lo contrario. Están más cómodos que nadie invocando la sagrada Constitución (con sus tanques en el interior), advirtiendo que levantarán innecesarios diques de contención contra una amenaza que saben irreal o anunciando el apocalipsis que seguirá a una secesión que tienen la absoluta seguridad de que no se producirá.
Sí, consiguen que su zozobra parezca auténtica. Nos hacen creer que no pegan ojo, atribulados porque esta vez parece que sí, que va en serio, que su patria está en peligro de perder dos pedacitos. Puro teatro. Sencillamente, sueltan hilo a la cometa para que sigamos enredándonos en él, plenamente conscientes de que esa es nuestra gran especialidad. Ni siquiera tienen que aplicar el viejo y simple “Divide y vencerás” porque ese trabajo se lo dan —o sea, se lo damos— hecho.
Y ahí es donde caigo en la cuenta de que antes de preguntar para qué queremos la independencia, debí cuestionar algo más obvio: ¿De verdad la queremos? Me consta que la respuesta automática de muchos lectores será “¡Toma, claro”, “¡Nos ha jodido, lo que más en este mundo!” o “Sueño con ella todos los días”. Ya, eso mismo lo llevo escuchando desde hace 35 años, 34 de ellos abundantemente regados en sangre. No solo no hemos avanzado un paso hacia ella, sino que si miramos a nuestro alrededor, comprobaremos que, a la chita callando, alguna de las autonomías del café para todos ha mojado bizcochos que por aquí no hemos catado. ¿Seguro que la queremos? ¿No será que nos conformamos con querer quererla? Son cosas muy distintas.